?Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra? Lo que puede parecer una expresión poco delicada hacia su Madre, sin embargo, le dedica una alabanza: Ella es la que sabe escuchar y poner por obra la voluntad de Dios. Pero también es un regalo para nosotros ¡Jesús nos hace miembros de su familia! No podemos pasar por alto un regalo semejante. «Por lo tanto, ya no sois extraños y advenedizos sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios» (Ef 2, 19). Somos hechos miembros de su familia con un vínculo muy superior al de la sangre, porque se trata de un vínculo sobrenatural. Jesucristo nos introduce en la intimidad de Dios. ?Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo. Él me protegerá en su tienda el día del peligro; me esconderá en lo escondido de su morada? (Sal 27, 4-5).
Somos elevados a la condición de hijos en el Hijo. Y en cuanto hijos, nos da en herencia la creación. ?Todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios? (1 Co 3, 22b-23). ¿Se puede desear más? Si somos hijos, también somos herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo (cf. Rm 8, 17). ?Vamos alegres a la casa del Señor? rezamos con el salmo responsorial (Sal 121). Al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él.
Todo este regalo de Dios está como esperando a realizarse en cada uno a la respuesta de nuestra libertad: ?los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra?. Ese es el cauce para ser de la familia de Cristo. Vivir como hijos, vivir de la intimidad de Dios, es vivir de la Palabra de Dios, hacerla criterio de nuestras decisiones. Por ello hemos de insistir en la petición con el Salmo 118: ?instrúyeme en el camino de tus decretos, enséñame a cumplir tu voluntad y a guardarla de todo corazón?.
Emparentar con cualquier familia implica grandes cambios. Por una parte, nos introduce en un trato familiar y confiado con Dios, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna! Por otra, pertenecer a la familia de Jesús supone que los otros miembros de su familia son hermanos nuestros. Se trata a la vez de un don y de una tarea a realizar aquí en la tierra. Es un regalo divino, que hemos de pedir con constancia. Al mismo tiempo, debemos disponernos para recibirlo, pues no es algo conquistado por la fuerza del querer, sino consecuencia de la gracia, que sólo en la humildad encuentra el recipiente adecuado.