Comentario Pastoral
RICOS ANTE DIOS
La primera lectura de este domingo comienza con la célebre reflexión, tantas veces repetida: “Vaciedad sin sentido, todo es vaciedad”. ¿Qué saca el hombre de todo su trabajo y de los afanes con que trabaja bajo el sol?”. Se pueden tener muchas cosas y estar vacío por dentro. Se puede ser humanamente rico y espiritualmente pobre. El egoísmo de acumular y llenar bien los propios graneros nos puede dejar vacíos ante Dios.
En el Evangelio, Jesús utiliza un lenguaje parecido al del antiguo sabio de Israel, al condenar la voluntad explícita de querer solamente almacenar para uno mismo, olvidándose de lo fundamental: la urgencia y necesidad de ser rico ante Dios. Es oportuno volver a recordar que el ideal, el sueño dorado del hombre no debe ser la posesión y acumulación de los bienes de la tierra. “Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”.
Hay un hecho muy importante, el hombre al morir no puede llevarse ninguno de sus bienes materiales. Esto significa que no debe pasarse la vida reuniendo tesoros para sí mismo como única obsesión-preocupación-tranquilidad-felicidad, pues en el momento más inesperado (esta misma noche puede sernos arrebatado todo) la vida se escapa de nuestras manos. Pensar solamente en la riqueza material con desprecio y marginación de la riqueza espiritual es un grave error, pues los bienes terrenos han de ser entendidos y usados en la perspectiva y valoración de los bienes celestiales.
En la relativización de la objetiva pequeñez de las mayores cosas que podamos hacer encuentra San Pablo la flecha que le da sentido: “Apuntad a los bienes de arriba; encended en vuestros trabajos la chispa creadora, renovando la imagen del Creador que sois hasta llegar a conocerlo”.
Hay que saber relativizar el presente y todas las cosas, comprendiendo su finitud y sus límites. Todos somos invitados a redimensionar la idolatría materialista o capitalista de los bienes económicos considerados como valor-vértice de la vida, ante los que se sacrifica todo. Es necesario recomponer una auténtica escala de valores.
El proyecto de vida del cristiano no es el de “amasar riquezas para sí”, sino el de crear con gozo para los demás.
Andrés Pardo
Palabra de Dios: Eclesiastés 1, 2; 2, 21-23 Sal 89, 3-4. 5-6. 12-13. 14 y 17 San Pablo a los Colosenses 3, 1-5. 9-11 San Lucas 12, 13-21
de la Palabra a la Vida
Tanto la pregunta del autor del Eclesiastés, “¿qué saca el hombre de sus trabajos?”, como la de Jesús en el evangelio, “¿de quién será lo acumulado?”, sitúan al oyente ante una cierta crisis que debe saber resolver. ¿Para qué vale el esfuerzo de cada día? ¿Cuál es el fruto del trabajo? Dicho de otra forma: si cosas tan importantes como estas pasan, ¿qué es lo que permanece, lo que merece la pena? El verdadero fruto no es lo que el hombre se queda aquí, no salta a la vista: lo que permanece es lo que se da al Señor.
Por eso, la Iglesia saca la conclusión correcta que le hace pedir en el Salmo “un corazón sensato”. Un corazón capaz de calcular qué es lo que se renueva y qué es lo que se seca. El símil campestre se aplica entonces a las cosas valiosas de la vida. Lo que de verdad cuenta no puede ser como la hierba, no puede ser “vanidad de vanidades”, no puede ser conservado por la codicia humana. Todo lo que el hombre puede almacenar “humanamente” hablando es cosa pasajera, en la que no podemos poner nuestra seguridad. Es necesario almacenar “divinamente”, es decir, encontrando riquezas que se amasan para Dios.
Por eso las lecturas de hoy son enormemente provocadoras: no trabajamos para veranear, no nos esforzamos para ir de vacaciones, no es esa su principal motivación. Que podamos descansar en el verano, ir a la montaña o a la playa, no es importante si no hemos almacenado durante el año para Dios. Tan importante como trabajar durante la vida es saber para quién se vive.
La parábola del hombre rico que tiene una gran cosecha es una invitación a recordar que, lo mismo en una vida llena de éxitos que en una que acumula fracasos, esta noche nos van a exigir la vida, es decir, estamos en las manos del Señor. Por eso, no conviene llenarla de cosas vanas, sino de aquello que, llegados ante el Señor podamos dejar caer de nuestras manos en las suyas, como la esposa y el esposo se entregan arras al contraer matrimonio. ¿Qué pondremos nosotros en las manos del Señor cuando este nos reclame la vida?
Acumular bienes es vanidad, entregar amor es almacenar aquello que, en palabras de san Pablo, “no pasa nunca”. La vida es un camino de amor, durante el cual no debemos confundir los objetivos ni actuar con frivolidad. Si lo acumulado no es fruto del amor, será como hierba que se seca, “pasará”. Cristo no ha venido a poner paz cuando los hermanos se pelean y se enfrentan, a menudo dolorosamente y para toda la vida, por herencias o dineros: el cristiano ya sabe que todo eso vale menos que el amor, por eso recuerda que lo demás es pasajero, todo vanidad.
Sólo hay una fuerza capaz de convertir lo pasajero en eterno, y es el amor, el Espíritu Santo. Por eso, en la celebración de la liturgia, la Iglesia invoca el don del Espíritu Santo para que lo que es pasajero, el pan y el vino, se convierta en eterno, Cuerpo y Sangre de Cristo, y así haga eterno también al que lo recibe. El don de Cristo, el don de su amor, hace que ya no todo sea vanidad. En la celebración, la Iglesia quiere enseñarnos a discernir cuantas cosas que consideramos importantes en realidad son hierba que se seca, vanidad y cuales merecen la pena porque son transformadas por la gracia. Poniendo el corazón en lo eterno, dejaremos pasar sensatamente aquello que no tiene peso para alcanzar la vida eterna.
Diego Figueroa
al ritmo de las celebraciones
6 de agosto: Transfiguración del Señor
Guiados por el prefacio propio de la fiesta, podemos asomarnos al misterio que la Iglesia celebra: en este prefacio encontramos el misterio y su sentido: Sucede que Cristo manifiesta su gloria a Pedro, Santiago y Juan, y que lo hace a través de su propio cuerpo. Su cuerpo es instrumento de comunicación de la luz de Dios, y la Luz que vela, aparece, se manifiesta a los “testigos predilectos”.
El sentido de este misterio es doble: a los apóstoles los fortalece ante la Pasión, de tal forma que al ver a Cristo padecer no olviden quién es en realidad, no olviden la luz que oculta misteriosamente; a la Iglesia la alienta en su esperanza, pues puede contemplar en la Luz que sale de ese cuerpo, la misma Luz que ella tendrá al final de los tiempos: es así porque Cristo es la Cabeza del Cuerpo, la Iglesia. Es el destino que espera a los hijos de Dios, que queda en el Tabor confirmado, tal y como recoge también la oración colecta.
La primera lectura se puede tomar del libro de Daniel o bien de la segunda carta de Pedro (una en todo caso, dos solamente cuando cae en domingo). En este año C en el que nos encontramos, el pasaje evangélico que se proclama es el de san Lucas.
Diego Figueroa
Para la Semana
Lunes 01: San Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor. Memoria.2 Pedro 1,16-19, Esta voz del ciclo la oímos nosotros.
Sal 96. El Señor reina, altísimo sobre toda la tierra.
Lucas 9,28b-36. Moisés y Elías hablaban de su muerte.